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El hechizo Guttmann no se rompe con un beso

Dijo William Shakesperare que las maldiciones no van nunca más allá de los labios que las profieren. No se trata de contradecir a quién tanto conocimiento de las pasiones humanas demostró a través de sus personajes, pero como diría un gallego: las meigas no existen, pero haberlas, haylas. El pasado miércoles, Óscar Cardoso, delantero del Benfica –tampoco ninguno de sus compañeros de equipo- tocó ni miró la copa al salir al campo para disputar al Chelsea la final de la Europa League. Bastante tenían, con lo que tenían.


A pesar de todas las precauciones, Cardoso se encontró con un balón perdido en el área rival. Era el mínuto 94 –el último del tiempo de descuento- y su equipo perdía por dos tantos a uno. Los ingleses habían marcado hacía tan sólo dos minutos, también en el tiempo extra. No podían tener más mala suerte. La pelota parecía franca para empujarla a la red. Ivanovic, el autor del gol londinense, había errado el despeje. Pero fue imposible. Cardoso nunca llegó a impactar con el balón a pesar de encontrarse a tan sólo metro y medio de la línea de gol y con el portero rival, aparentemente, como único obstáculo. Aparentemente, porque milagrosamente Cahill llegó antes desde más allá del infinito para impedir el remate.


Hubiera sido el tanto del empate y el camino a la prórroga y quizá también, si la leyenda fuera cierta, treinta minutos más de agonía para el equipo lisboeta. Y es que sobre el Benfica pesa una maldición que va más allá de supersticiones sobre entrar al campo con el pie izquierdo o con el derecho.


La historia se remonta a la época dorada del club. Mejor dicho al final de la época dorada del club, al menos en cuanto a su currículo internacional se refiere. El Benfica es el equipo más laureado de Portugal. Ha ganado la Liga en 32 ocasiones y la Copa en 24. Entorchados que le han permitido recibir el sobrenombre de ‘O Glorioso’ (El Glorioso). Además, en su palmarés destacan dos Copas de Europa. Es ahí donde empieza una historia que para algunos -no pocos- tiene que ver con el mal de ojo, maldiciones y conjuros.


El Benfica fichó en 1959 al entrenador húngaro Béla Guttmann. Procedía del Oporto. El club se proclamó campeón de Liga ese año y también al siguiente, temporada (60-61) en la que alcanzó su primera final de Copa de Europa. Se enfrentaron al Barcelona. Los lisboetas vencieron por tres goles a dos. Al año siguiente, regresó a la final de la máxima competición europea. Esta vez el rival era el Real Madrid y tras remontar dos goles en contra, el Benfica volvió a ganar. No se sabe si hace medio siglo el Madrid y el Barsa también se pasaban el año dando la chapa y asegurando que eran los mejores equipos del mundo para luego quedarse a las puertas de la victoria, pero el caso es que el Benfica logró convertirse en bicampeón de Europa y su entrenador, Béla Guttmann en el más prestigioso y codiciado estratega del momento.


Y como si el fútbol no hubiera cambiado en medio siglo, tras la victoria comenzaron los problemas. Una solicitud de aumento de sueldo no aceptada y una maldición fueron las protagonistas del verano futbolero en Portugal.

Guttmann fue un trotamundos del fútbol, tanto como jugador como después, ya como entrenador. Como futbolista dicen que era un destacado mediocentro. Tras conquistar dos ligas en Hungría con el MKT Budapest fue traspasado al Hakoah Viena, uno de los equipos punteros de centroeuropa en los años veinte. Tras jugar un amistoso en Estados Unidos, Guttmann quedó deslumbrado por el número de espectadores y decidió marcharse a la liga americana, donde disputó 176 partidos hasta su retirada a los 32 años.


Para comenzar la aventura en los banquillos eligió su antiguo club, el Hakoah Viena. En su camino como entrenador pasó por el Twente holandés –entonces Enschede- con el que ganó el campeonato liguero. Título que también conquistó en su Hungría natal con el Ujpest.


Tras la Segunda Guerra Mundial comenzó a trabajar en el Honved. Los éxitos se sudecieron en forma de dos nuevos torneos de Liga. El Honved era propiedad del padre de Ferenc Puskas y lo que pudiera parecer una anécdota se convirtió en una lección impagable para el Béla Guttman entrenador. Un rifirrafe con Puskas hijo supuso el final de su ciclo en el club. Guttmann quiso realizar una cambio y Puskas se negó. La sustitución no se produjo y el entrenador comprobó que en un segundo acababa de perder el respeto de los jugadores. Así que, según cuentan, cogió una revista y permaneció en el banquillo leyendo hasta que el partido finalizó y entonces, presentó su dimisión.


Como nómada de los banquillos que era Italia fue un destino más que apetecible. Pasó por el Pádova y el Triestina antes de recalar en el A.C. Milan. Al equipo rossonero no llegó sólo. Guttmann demostró su buen gusto por el fútbol al contratar para su nuevo club a Cesare Maldini, uno de los míticos defensas que han lucido la camiseta del Milan y padre de otro mito del equipo, Paolo Maldini. Béla Guttman también ganó el squdetto con el Milan.


De Guttmann dicen los que entienden de fútbol que fue un gran estratega y le atribuyen la táctica del 4-2-4 con la que Brasil se proclamó campeón del Mundo en 1958. Hay quien asegura que los brasileños aplicaron la estrategia que habían contemplado en la gira que el Honved de Guttman realizó por tierras brasileñas. No en vano, tras aquellos partidos, el entrenador húngaro se quedó en Brasil para hacerse cargo del Sao Paulo. Por cierto, con el equipo paulista también ganó la Liga.


De Brasil el destino parecía escrito. Portugal le esperaba. Fueron los dragones del Oporto los primeros en contar con sus servicios y también con quienes Béla conquistó la primera Liga portuguesa. El Benfica se fijó en él y una temporada después le contrató. Era el año 1959, todos esperaban lo mejor del nuevo fichaje y nadie imaginaba que a la condición de sabio futbolístico a Béla Guttmann quizá también le acompañaban poderes de hechicero.


Todo marchaba a la perfección. El Benfica ganaba la Liga y conquistaba la Copa de Europa dos años de forma consecutiva. Todo el mundo estaba contento con Béla, que hasta el momento la única magia que había realizado estaba dibujada en la pizarra de las estrategias. Pero si existe algo capaz de generar magia negra es el dinero. Guttmann era consciente de que repetir semejantes resultados era tarea complicada, así que en el verano de 1962 solicitó a la directiva un aumento de sueldo. Las negociaciones no fueron demasiado cordiales, según relatan las crónicas, y no hubo acuerdo. El Benfica decidió cesar a Béla Guttmann y fue, tal vez, como si mordiera la manzana envenenada. Hay versiones que difieren, pero al parecer, el entrenador destituido pronunció la ya famosa frase: “Sin mí, el Benfica no volverá a ganar una copa europea”.


Y así ha sido. Siete finales europeas ha jugado el club desde entonces y en todas ha salido derrotado. En 1963 frente al AC Milan de Gianni Rivera, Maldini, Trapattoni y José Altafini. En 1965, ante el Inter de Milán. En 1968, cayó ante el Manchester United de Matt Busby y Bobby Charlton. Las tres en la máxima competición continental.


Tras los éxitos y desengaños de los años sesenta, al Benfica le costaría quince temporadas regresar a una final europea. Fue en la Copa de la UEFA y como rival se encontró al Anderlecht, que terminó levantando el trofeo con un gol del jugador español, Lozano. Era el año 1983 y hay quien asegura que Béla Guttman se reía desde la tumba. Había fallecido dos años antes.


La posibilidad de volver a reinar en Europa regresó para el Benfica en la temporada 1987/1988. Los lisboetas se plantan en el final de la Copa de Europa, pero vuelven a caer. Esta vez ante el PSV Eindhoven holandés y en la tanda de penaltis. Habían logrado llevar la maldición hasta el límite, pero aún no conocían el conjuro.

 

Dos años después la historia se repite. Por sexta vez, desde el despido de Guttman, el equipo se planta en una final continental. De nuevo se presenta la ocasión de conquistar su tercera Copa de Europa. El Milán de Arrigo Sacchi es esta vez el encargado de impedírselo.
Hace tan sólo unos días, hubo una nueva oportunidad para romper la maldición. Tras los primeros minutos de la final de la Europa League entre el Benfica y el Chelsea el maleficio parecía estar condenado a desaparecer. Los jugadores portugueses movían rápido el balón, tenían ocasiones de gol y desbordaban en cada jugada a sus rivales. ¿Quién cree en brujas, conjuros  y maldiciones?, decían los miles de aficionados portugueses desde las gradas. El príncipe parecía a punto de besar a la princesa y romper el hechizo, pero no fue así, no hubo beso redentor.


El conjuro volvió a ser cruel. Alargó la incertidumbre hasta el instante final. Entonces, Ivanovic cabeceó un balón interminable al fondo de la portería portuguesa y tan sólo un minuto después, a tan sólo un metro y medio de la línea de gol, el pie de Cardoso, el delantero del Benfica, y el balón nunca llegaron a encontrarse. Quizá se rozaron, quizá se besaron, pero no fue suficiente. Eso ya da igual, de nada sirvió si fue así. El Chlesea vencía, el Benfica volvía a caer en una final europea. La séptima desde aquel día del verano del 62 en que un entrenador pidió más dinero y fue despedido. Con el pitido final hay quien asegura que entre la euforia londinense y las lágrimas lisboetas se escuchó una risa sarcástica y un “os lo dije”. Pudo ser cualquiera o pudo ser, tal vez, Béla Guttmann./Javi Muro

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