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{DEPORTE / BALONCESTO}

Essie Hollis y David Russell, con ellos llegó... el espectáculo

Dicen los que saben, que la sensación de soltarse y disfrutar sobre una cancha de baloncesto sólo la tienen aquellos jugadores que sienten verdadera pasión por su deporte. En la década de los ochenta el baloncesto español había alcanzado su mejor momento. La plata en Los Ángeles 84 así lo atestiguaba. Aún no habían nacido Pau, Marc, Rudy, Navarro, Ricky, Reyes ni Calderón. Entonces el baloncesto era cosa de Epi, Corbalán, Martín, Maragall, Romay, Itu, Solozabal, Jiménez, y Sibilio, extraordinarios jugadores que tiraban, pasaban, corrían el contraataque y entraban a canasta como ningún otro… pero rara vez la metían hacia abajo. Para ver esas canastas había que sintonizar a Trecet y su conexión con las estrellas de la NBA.

 

Tras la medalla olímpica, los aficionados querían más. Deseaban contemplar esas canastas que le habían visto anotar a un tal Michael Jordan, esa 'promesa' que ese mismo año iba a debutar en la liga profesional americana. Quizá hubo otros antes –que disculpen la memoria del cronista-, pero esas canastas que sumaban magia al juego en equipo las trajeron a España Essie Hollis y David Russell. Con ellos llegó… el espectáculo.


La idea de que era más fácil meterla hacia abajo la trasladó a la competición española Essie Hollis. Lo hizo como una constante y no como un hecho extraordinario. El jugador norteamericano fue elegido el número 44 de la segunda ronda del draf por los New Orleans Jazz, aunque no llegó a un acuerdo contractual para jugar con ellos en la NBA. Sus estadísticas universitarias eran más que buenas; promedió 18,5 puntos y 9,1 rebotes por partido, siendo entonces el quinto mejor anotador universitario de la historia con 1.906 puntos y el segundo reboteador al capturar 977 balones.


Hollis recaló en una de las ligas comerciales USA y tras conquistar el título decidió probar suerte en Europa. Llegó a España de la mano del Askatuak. Era el año 1977 y el equipo donostiarra acababa de ascender a la máxima categoría. Con sus 1,95 de altura y sus 88 kilogramos de peso, el jugador de Pensilvania no tardó en dejar un excelente sabor de boca.


Quizá, porque representaba lo que la afición empezaba a demandar. Quizá, porque desde el primer instante dejó su sello sobre la cancha. En su primer partido –un encuentro en casa frente al Manresa- Essie Hollis recibió el balón, remontó la línea de fondo y a aro pasado realizó un mate de espaldas a dos manos ante Fullerton, un rival mucho más alto que él. En ese momento comenzó un nuevo capítulo en el relato del baloncesto español. A partir de ese día Hollis no perdió ocasión de volar y anotar canastas llenas de clase y técnica en los aros rivales, tras interpretar giros diversos. Te hundía el balón en la propia canasta pero el tío te caía bien, era lo que querías ver.

 

De Hollis habían dicho en su país que era torpe y alto, pero no lo suficiente. Los ojeadores del Askatuak no comprendían aquel informe: driblaba, tiraba y pasaba; era un auténtico hallazgo.
En aquella primera temporada en España marcó el segundo mejor registro anotador de la Liga –entonces no había línea de tres- y concluyó con 840 puntos, 39,2 por partido.


Aseguraba Jordan -siendo ya el mejor jugador de la historia- que "quien dice que juega al límite es porque lo tiene". Essie Hollis parecía compartir esos valores y probó suerte de nuevo en la NBA. Fue un paso breve. Regresó de nuevo a Europa, en esta ocasión a Italia. Jugó un tiempo en el Rodrigo Chiesti de la Serie B antes de retornar de nuevo a España, en esta ocasión al Granollers, donde formó parte del equipo catalán durante dos temporadas. Su regresó anunciaba la llegada de una estrella y fue portada del número uno la legendaria revista Nuevo Basket.


La carrera deportiva de Essie se convirtió entonces en un ir y venir a través del Mediterráneo. Moncho Monsalve entrenaba al Levole Mestre italiano. El técnico español conocía la calidad de Hollis y lo fichó para sustituir a Walter Szczerbiak. Cumplió con creces las expectativas que generó su contratación. En la Serie A italiana anotó 24,3 puntos y recogió 8,9 rebotes por partido.


Pero quizá su momento de mayor prestigio coincidió con la explosión del baloncesto español. La Selección había alcanzado la final del Europeo de Nantes en 1983 –aquel “Se la juega Epi…” ante la URSS de Valters, Jovaisa, Belosntenny, Homicius, Tkachenco y Sabonis- y el baloncesto comenzaba a ser importante y seguido. Los medios le prestaban algo de atención.

 

Ese año, Hollis había regresado a España. En esta ocasión al Baskonia –Caja de Álava, Tau, o Caja Laboral, actual. Allí, en Vitoria, se convirtió en el eje del equipo. En su primera temporada disputó prácticamente todos los minutos de cada partido, registrando una media de 39,5. La palabra rotación no aparecía aún en las pizarras de los entrenadores, aunque también es cierto que la velocidad del juego nada tenía que ver con la actual. Sus estadísticas, de nuevo espectaculares, 26,9 puntos y 7,8 rebotes por partido.
El ‘Helicóptero’, como era conocido por su capacidad para quedarse suspendido en el aire, fue el máximo anotador de la Liga en la temporada 77/78 y ocupó el segundo lugar en la 83/84. En 2008, una encuesta realizada entre los aficionados del Baskonia lo situaba como el cuarto jugador favorito de la historia del club.

 

Antes de retirarse prestó sus servicios en varios equipos de la segunda categoría española. Pasó de nuevo por el Askatuak, también por León –donde con 32 años anotó 49 puntos en un partido- para terminar su carrera en 1998, en Mallorca. Hoy, tras sus infinitos vuelos hacia la canasta, es profesor de castellano para niños en su país. Seguro que entre las frases y palabras a enseñar a sus alumnos no faltan, ‘mate’ y el ‘espectáculo debe continuar’.


A través de la puerta abierta por Hollis se coló David Russell. Si el primero importó la clase en la suerte de anotar, el neoyorkino introdujo la potencia y la velocidad. Con su metro y noventa y nueve centímetros hay quien aseguraba que Russell podía comer un perrito caliente mientras volaba hacia la canasta.

 

Ambos coincidieron a mediados de los ochenta en España. Al mismo tiempo que Essie Hollis iniciaba su aventura en Vitoria, a Badalona llegó David Russell. Era el año 1983 y el baloncesto vivía en estado de efervescencia. El nuevo jugador del Juventut llegaba con el currículo reluciente y una carta de recomendación que le señalaba como uno de los mejores jugadores que había pasado por la cancha de la Universidad de Nueva York. Que el newyorker zurdo no triunfara en Badalona –uno de los equipos grandes del momento- sigue siendo un misterio. Así que un año después ya vestía la camisola del Estudiantes y divertía a la demencia estudiantil junto a John ‘Oso’ Pinone, con quien formó una de las míticas parejas de extranjeros del baloncesto español. Entonces la normativa tan sólo permitía la presencia de dos foráneos por equipo.
Russell y Pinone formaron un dúo estable, eficaz y legendario y sobre ellos se asentaron los éxitos del Estudiantes en aquellos años, cuando el histórico equipo del Ramiro de Maeztu pugnaba de tú a tú con Barsa, Madrid, CAI y Juventud. Era aquel equipo en el jugaban además de David y John Pinone, Vicente Gil, Carlos Montes, Javier García Coll, Pedro Rodríguez, Ion Imanol Rementería, Héctor Perotas, y Chinche Lafuente.


Dicen que Russell era serio, elegante –le gustaba la ropa cara- y muy profesional; un buen tipo dentro y fuera del parqué. Su timidez le impidió aprender castellano, llevaba siempre en su reloj la hora de Nueva York y su apartamento era un recuerdo a escala de la ciudad de los rascacielos. Con el balón en la mano fue, sin duda, el jugador más espectacular que ha pasado por las canchas de la Liga española y uno de los más efectivos. Aún mantiene el récord de anotación en un partido de playoff. Fueron 43 puntos contra el Real Madrid, tras tres prórrogas.

 

Puntos arriba o abajo, a David Russell se le recuerda sobre todo por un niño. Era el año 1986 y España celebraba el primer Concurso de Mates en la localidad de Don Benito. La competición estaba muy igualada. A la final habían accedido Wayne Robinson y el propio Russell. Al llegar su turno, el jugador de Estudiantes se dirigió a la grada, observó durante unos segundos, y señaló a un chaval al que invitó a saltar a la pista. Lo colocó a unos dos metros del aro, se fue hacia atrás, tomo carrerilla y saltó por encima de él al tiempo que a una mano clavaba el balón en el aro.
La plasticidad de aquella imagen cubrió las portadas de todos los medios de comunicación al día siguiente. El sueño de Ícaro mejorado; el hombre podía volar sin ayuda externa.


Al año siguiente revalidó el título como mejor matador en el concurso celebrado en Madrid. Dos años después, en 1989, sus maltrechas rodillas le obligaron a retirarse y contemplar desde la grada a su heredero, Rickie Winslow, otra leyenda que defendió con clase y estilo la filosofía de meterla para abajo.


Los apuntes de más de un entrenador recuerdan que el talento gana partidos, pero el trabajo en equipo consigue campeonatos. Essie Hollis y David Russell importaron el espectáculo y lo pusieron al servicio de sus equipos. Aportaron puntos y pusieron la grada en pie. Si entonces se hubieran vendido camisetas, el 6 y el 10 se hubieran agotado./Javi Muro

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