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{ACTUALIDAD}

Una mirada desde la azotea

Un hombre de piel oscura, fornido, es consciente de que aquellos momentos de asueto había que tomárselos muy en serio. Más aun cuando aquellos instantes cada vez eran más habituales. Vestido tan solo con unos pantalones oscuros y el torso desnudo, evidencia el estado de unos brazos trabajados. Cuelga sus piernas de una azotea que dista unos cuantos metros del firme. Fija su mirada en aquel paseo de Prado que desemboca en el Malecón y que a ciertas horas permanece sitiado por turistas y jineteras y jineteras y turistas, salpicados todos ellos por la presencia puntual de unos agentes serios y que de vez en cuando se dignan a ladear una mirada vigilante, incluso amenazante, para recordar que cualquier uso impropio de aquellas chicas que deambulan por Prado acarrearía consecuencias poco agradables.


Pero todo es en vano. Aquellas jóvenes esperan el paso del agente serio para abrir un abanico de insinuaciones e ilustrar un juego de miradas con el que lograr que su mensaje provocador llegue claro, veloz y conciso a todo aquel que osa pisar con sus sandalias por el Paseo de Prado. Pero como si de una clase de filosofía se tratara, todos no asimilan los gestos de igual forma. Todos los estudiantes integraron en sus memorias los nombres de Epicuro, Descartes o Kant, pero la mayoría de ellos no hacen uso de sus doctrinas, ni siquiera las recuerdan. En aquel Paseo ocurre igual, casi todos esbozan una sonrisa, más tímida o más comprometedora, pero siguen su camino, quizá un tanto alterados por las bondades físicas de la jinetera emisora, pero mantienen firme su casta trayectoria hacia el Malecón. Alguno retira sus ojos de aquel mensaje morboso y festivo mientras que unos pocos, los menos, inician un rápido escaneo del terreno, analizan la situación y guiñan un ojo con el que iniciar un contacto visual que en momentos se torna en físico, a cambio de unas pocas monedas.


Aquel hombre de piel oscura, fornido, vigila día tras día sin querer todos aquellos movimientos. Con sus piernas colgadas de una azotea desconchada, necesitada de varias manos de pintura, y con el torso relajado en posición de descanso, ha podido desarrollar el inútil don de adivinar qué turista accederá al juego de las miradas y los gestos. Desde la altura todo se observa distinto. Cuando un turista pasea concentrado en los botones de su cámara de fotos, sabe que pasará de largo inmune a las tentaciones que nacen de los laterales del Paseo. Igual ocurre con el que en lugar de cámara, consulta constantemente un plano turístico de la Habana. Si por el contrario el turista se acerca con amigos comentando y señalando hacia las jineteras, se produciría un pequeño vacile, pero todos ellos superarían la tentación sin caer derrotados en ella. Como mucho, alguno regresaría tiempo después a ver qué se cocía entre esas chicas o acudirían a un local más discreto a beber sin freno y disfrutar de una cálida compañía lejos de las miradas indiscretas y acusadoras. Evidentemente, cuando el turista aparece con compañía femenina, la intensidad de la tentación que nace de las chicas desciende de temperatura, por eso de no perder un posible cliente, pero es rechazada. Eso sí, cuando el turista accede al Paseo solo, con las manos en los bolsillos, con un caminar lento pero tenso, provocando cruces de miradas con alguna de aquellas jóvenes y elaborando tímidos y ridículos gestos, ese turista es carne de cañón. Arranca así una conversación más cercana, entre sonrisas y leves toqueteos en partes ‘legales’. Durante unos minutos, turista y jinetera desaparecen entregados al juego iniciado en el Paseo, hasta que uno despunta de nuevo con un caminar inquieto, nervioso, como huyendo de la escena del crimen. A los pocos minutos ella regresa a su lugar de trabajo con el sosiego y la calma que brinda la experiencia.


Los hay también que no disimulan su objetivo. Más bien se vanaglorian de sus sexuales intereses. Aquel hombre de piel oscura, fornido, sin tensar su torso ni un momento, ve como otro hombre barrigón de unos cuantos años, con barba poblada y adornado con pantalones cortos y polo de marca, abraza por la cintura a una niña cubana que no superaría los catorce años. Permanece solo, sentado en una de las terrazas del Paseo, día tras día, disfrutando de un vaso de ron hasta que aquella joven se acerca sin cortarse y se deja abrazar, manosear y sufrir las garras de un tipo que aprovecha cada momento para alargar sus dedos hacia unos pechos que apenas empiezan a mostrarse, tan solo cubiertos por el tímido escote de un vestido rojo ceñido, alargado hasta media pierna. Contrasta el control que aquel hombre barbudo tiene del momento, como inmune a la vigilancia de los agentes serios uniformados. O quizá este portugués hace una interpretación muy particular de aquella clase de filosofía en la que Kant invitaba a solucionar el problema del conocimiento haciendo colaborar los elementos formales y los elementos materiales. De alguna forma es capaz de controlar el elemento formal uniformado y el elemento material vestido de rojo. Con lo que haría, y de hecho hacía, gala de un total conocimiento del terreno, lo que a su vez, le habilita un total control de la situación.


El hombre de piel oscura permanece con sus piernas a merced de la gravedad que ofrece aquella azotea, rodeado de paredes desconchadas y ajeno a aquel cuadro que cada día pinta la avenida de Prado. Ajeno al deambular de los turistas, de las jineteras tomando posiciones, de la procesión de escolares perfectamente uniformados que en horas punta colorean con otros tonos el paseo de Prado.


El hombre barbudo y la niña de rojo han desaparecido de la escena. Horas después, ya de noche, aquel portugués aparece sentado de nuevo en una terraza del Paseo, degustando otro vaso de ron, mientras la menor se postula tres o cuatro azoteas más allá en dirección al Malecón. No se sienta como aquel hombre de piel oscura y fornido. Se muestra de pie, se exhibe esbelta, bajando su vestido hasta cerca de la rodilla, subiendo el escote hasta cubrir ligeramente una parte mínima de sus pechos, analizando el comportamiento de cada hombre que se sienta en alguna de las terrazas de Prado, memorizando el rostro de cada uno de ellos, su compañía, qué bebía, cómo miraba y lo más relevante, hacia dónde. De todo ello depende la entrada en acción de aquella niña de rojo. De todo ello depende la estrategia que aplicará en cada situación y de todo ello dependía el inicio de un juego morboso de gestos y poses./Roberto Muro @Robmuro

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